Desde lejos la vi sin reconocerla, lucía bien y quizá en un universo paralelo entablaría conversación con ella basándome en su aspecto; al menos si fuese valiente. Me acerqué sin temor, pero sin mirarla; por timidez y por respeto: me irrita cuando las personas descaradamente reparan en otras sin la menor sutileza, como si estuvieran viendo un fantasma amigable o como si contemplaran el mismo ser amigable pero de una galaxia lejana, embelesadas por la luz brillante en el dedo índice – o lo que sería el dedo índice- de E.T., que estaría a punto de tocar sus rostros como jamás nadie se los tocará, por lo que deben prestar cuidadosa atención y ver cada micro-movimiento de este extraño ser.
No pocas veces he querido ser un alienígena para aquellos
amantes de seres extraños, pero uno de esos que matarían por divertimento al
terrícola que más les llamase la atención.
Ella no era un ser de planetas distantes, así que no le miré de inmediato sino que pensaba detallarle disimuladamente en docenas de cortas y furtivas miradas mientras esperábamos el bus. No apenas le dirigía mi primera mirada disimuladam cuando me convertí en ese ser extraño que tanto temía, porque la descubrí viendo mi dedo índice -bueno, no mi dedo índice hinchado, enorme y brillante- pero me miraba con tal aplicación, que sólo llegue a comprenderla luego de un par de segundos cuando le reconocí, una antigua amiga de mi hermana, a la que nunca le dirigí más que formalidades vacías: hola, hasta luego.
Quizá le pareció encantadora mi
parquedad con las palabras o mi aspecto físico, porque desde que la conocí
supe que le gustaba, ya que ella no podía o no quería ocultármelo: me miraba todo el
tiempo casi de la misma manera en la que me miraba ahora.
Y entonces sentí como si me hubiese poseído un ser
inmaterial, que sin duda era más amigable que yo, porque saludó a Marcela – así
se llamaba- como si fuese una entrañable amiga a la que no veía desde que se
convirtió en fantasma, o sea, hacía mucho. Le dirigió un hola emocionado y de
inmediato se acercó a saludarle con la propiedad que lo hacen los buenos
amigos. Yo -el poseído- me asusté porque pensé que iba a abrazarla, pero sólo
le besó en la mejilla para luego hacer las preguntas de rigor.
Llegué muy rápidamente a la
conclusión de que ese fantasma sólo me dejaría cuando terminara de conversar
con ella, o cuando por costumbre hiciera algo ridículo, él o yo. Me resigné y
le dejé hablar: me sorprendía la admiración que de repente sentía por ella –no,
yo no, él- porque cada cinco minutos estaba elogiándola respecto a su
personalidad o a sus costumbres, cosa que debió molestarle, o al menos,
extrañarle.
El bus llegó casi vacío y yo me
entretuve con la idea de sobrepasar las convenciones sociales y sentarme en una
de las sillas que solo tienen un puesto, sonreí con ello y luego me entristecí
porque debía sentarme al lado de ella. Después de un tiempo dejé de
entristecerme ya que no tuve que hablar mucho -algo que siempre me ha sucedido
luego de conquistar una impresión agradable en las personas- pues ella comenzó a
relatarme las venturas y desventuras de sus amores y los hombres en su vida,
tema que duró casi todo el viaje.
Me enteré de muchas cosas que no merecía conocer tan deprisa dado que era la primera vez que hablaba con ella, supongo que esto se debió en parte a las habilidades del alma invasora que me dominaba; ya que ella se sintió muy cómoda conmigo, me agarraba del brazo para apoyarse de cuando en cuando y me hacía cosquillas en el estómago cuando le hacía alguna burla graciosa e inocente.
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