I
Asimilando la desgastada improvisación
de una conversación cotidiana,
me sumerjo entre palabras insípidas
por medio de un millón de líneas predecibles.
Luego, paso a reciclar los temas sugeridos
por la actividad eléctrica en mi cerebro,
mezclándolos con la actividad eléctrica del viento,
esta última, más interesante.
Finalmente, al asociar el estilo impredecible del clima
desarrollo un nuevo objeto de conversación.
II
Sin embargo,
al provocar una brusca voltereta
en los rutinarios repertorios de mis interlocutores,
me toman por raro.
He evadido todas las clases de cosas
que puedo decir alrededor
de las variaciones típicas de los temas universales
y, conforme a la ocasión,
he dicho algo interpretado como “fuera de lugar”.
III
Estoy cansado
de aquellas rutinas convencionales
en la que tiende a caer
la improvisación colectiva de una charla.
Velocidad,
tono
y ritmo
determinados y prefijados
para comodidad del parloteo.
Silencios incómodos
de no más de cuatro segundos
y risas lo más prolongadas posible,
sin que parezcan antinaturales
o forzadas,
lo cual es una contradicción obvia.
Así se elabora en común una interacción,
sin que nadie preste atención consciente al guión.
IV
Ah, pero bueno,
a veces hay sorpresas,
pero mis giros inesperados en las frases
o en la dirección de la charla
casi nunca son de conformidad
con el tipo de rol que han adoptado los demás.
Al trastocar bruscamente la división conversacional
del trabajo que se ha establecido gradualmente,
termino enunciando frases con poco sentido.
¿Y por qué tanta ineptitud al hablar?
Por afán.
Esperar a un buen tema es aburrido.
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