Once y cuarenta [Cuento]

Estaba nerviosa, yo lo sabía. 

Lo que no sabía era el secreto detrás de esas miradas furtivas que me dirigía en intervalos caóticos, lo que incrementaba su nerviosismo, supongo, porque se movía intermitentemente en ese pequeño espacio de bus que le pertenecía brevemente, gracias a las bendiciones del transporte público capitalino a esas horas del día. Había espacio para pasear la mirada sobre los compañeros de travesía esa mañana, y ella no dejó de pasearla sobre mí.

La contemplé brevemente y sentí ganas de hurgar en sus pensamientos. Imaginé que me deslizaba por entre sus ojos hasta el centro de sus pensamientos, y descifraba con increíble rapidez la actividad eléctrica de sus neuronas, procesando miles de imágenes con cada vistazo. Y vi como ella vislumbraba a un conductor maniático que coincidía en nuestro tiempo y espacio, chocando su camión contra el bus en el que íbamos, y el caos reinaba entre la sangre y la histeria.

Un segundo después del frenazo catastrófico, la señora que ocupaba la única silla azul salía disparada por los cristales delanteros del bus, golpeando su cabeza contra el camión. El conductor, en un golpe seco, besaba el asfalto con la violencia de un batazo de béisbol. El camión no venía solo, un par de busetas no alcanzaron a frenar y empeoraron el accidente. 

En su cerebro, los heridos saltaban en cámara lenta con los huesos rotos y hemorragias internas, cristales aplastados y pasajeros incrustados entre puertas, ventanas y sillas. El señor que estaba a su lado iba a salvar a un niño, pero fue golpeado mortalmente por un objeto volador -luego identificado- en su cráneo, entre el oído y la sien. Los gritos llenaban de terror el ambiente y ella (que lo supo todo) seguía paralizada por la conmoción, incrédula de sus propias visiones. 

Yo no me veía en sus precogniciones, así que salí de su cerebro y comprobé mi estatus: Al lado de un pasajero anciano, enfrente de mí, había un extintor para el fuego -para romper una ventana y escapar-. Si ella no era muy pesada o muy lenta, con suerte alcanzaría a sacarla de su trance en el momento del accidente y salvarla. Mientras la salvaba, volvería la vista con una tristeza fugaz sobre los quemados y asfixiados por el humo o el peso de objetos y personas; los aplastados y los atrapados, los incrustados en los bordes filosos y los suspendidos en el tiempo por lo traumático del evento, buscando referentes en la realidad para convencerse de que no era un sueño lo que estaban viviendo.

Quizá ella me miraba porque había contemplado mi muerte y era la peor de todas. O sabía que sería un héroe inútil, que salvaba a una anciana que moriría de un infarto cardíaco en el hospital. O quizá me miraba porque ella misma intentaría despertarme de la inconsciencia provocada por el golpe de una silla voladora detrás de mi cabeza y así salvarme, pero no tenía éxito, y debía dejarme inconsciente dentro del bus, muriendo sin saberlo; para salvar su propia vida.

Me asusté con mis teorías, y luego la emoción se me desbordó entre el sudor debajo de mi camiseta y la mirada tonta que puse cuando ella comenzó a acercarse osadamente. Dentro de poco me comunicaría el terrible destino que me esperaba en ese día tan normal, y me invitaría a abandonar el bus lo más pronto posible, mientras ella, que lo conocía todo, se quedaba al accidente para salvar heridos, infantes y chicas que estaban embarazadas sin saberlo.

La emoción se desvaneció justo en el instante en el que ella sonrió y me pregunto trivialidades del viaje: “que si la ruta pasaba por Venecia”. Me decepcioné y le dije que no sabía. 

El conductor escuchó la pregunta, pues estábamos de pie, justo al lado de las primeras filas de sillas del bus. Se giró sobre sí mismo y dijo sin entuasiasmo “que sí, que la dejaba en el centro comercial de Venecia”.

Luego ella me preguntó la hora -en un intento de lo que días después imité como técnica básica de flirteo-, le dije “once y cuarenta”. El conductor revisó inmediatamente su reloj e hizo una mueca que no alcancé a percibir. Entonces recordé que mi reloj estaba adelantado, me sonrojé y tímidamente le dije “que no, que eran las once y veinte apenas”. 

Luego me quedé en silencio y giré un poco, dándole la espalda. Con eso le quería decir que no eran momentos para hacer preguntas tontas -ella tenía un celular visible en el bolsillo de su pantalón para revisar la hora-. Mi mutismo y mi espalda eran los signos de mi decepción con ella, por no comunicarme las importantes noticias que se procesaban en su cerebro.

Luego dijo algo sobre la ciudad, yo sonreí brevemente, mirándola de manera intrascendente, como su comentario. Pasaron algunos minutos y quise reanudar la fallida conversación para averiguar de otra forma mi importante destino; me volteé un poco y me encontré con un olor raro, quizá venía de unas bolsas enormes que tenía una señora gorda y desagradable, quizá no eran las bolsas en sus manos sino las bolsas corporales contaminadas debajo de ese vestido arrugado y pálido, deformado por la grasa almacenada indistintamente por todo su cuerpo y la mala costura. El olor me impidió hablar. Seguí mudo y pensé en mi muerte.

Las condiciones precisas de mi llamativo deceso en pleno accidente automovilístico, o mi heroica mediación jamás me fueron relatadas. De alguna forma, algo cambió en el flujo del tiempo. Efectivamente, un camión chocó con el bus, pero el incidente fue apenas perceptible en la parte delantera del bus, y no pasó nada grave. Sólo llegué tarde por culpa del choque y de la chica, que no me advirtió que debía bajarme antes y buscar otro transporte para evitar el reclamo de mi jefe por llegar tarde. 

Solo hasta entonces lo supe, estaba viendo el pasado en su cerebro. Ella, por supuesto, sabía más. En el presente de sus visiones -y por alguna razón desconocida para mí- me preguntaba la hora. Quizá algún día me la encuentre de nuevo. Y en aquella ocasión yo haré los comentarios sin importancia, y preguntaré sin demora por las fatalidades ulteriores. Así como yo tengo un dispositivo para leer la mente de las personas, ella tiene uno para ver realidades alternativas, el futuro o una extraña combinación de ambas, y eso ya es suficiente tema de conversación, pues ambos somos ajenos a esta época. 

El destino casi reveló sus disposiciones para mí, a través de ese peculiar cerebro femenino; estuve a punto de conocer la tenebrosidad de conocer mi propio futuro, y casi sufrí con la idea de poseer ese conocimiento. Pero la chica de las once y cuarenta no me reveló el día de mi muerte, ni el atentado contra el senador más amado del país, nada. La chica no reveló ningún acontecimiento. Sólo inició una fallida conversación a partir de un comentario baladí.

Cuento bogotano



1 comments :

Tu Cambio Es Ahora dijo...

Volveré la vista atrás porque no seré un héroe. Los héroes abundan, no son los sucesos históricos retratados en cuadros e inmortalizados en poemas larguísimos, los héroes se olvidan pronto, y más pronto si mueren dentro de sus intervenciones heroicas. Ese tipo de mártir heroico, o el simple héroe moderno; no me atrae.

Si no puedo ser protagonista de grandes relatos como Aquiles, no vale la pena luchar y arriesgar la vida por un lugar en la historia. Estaré un poco desequilibrado por querer aparecer en tragedias modernas, pero no seré un héroe fugaz. Si he de tener una vida corta, que no sea en beneficio de unos desconocidos.

Ah, la lucha diaria por un lugar digno en un bus con poca ventilación.

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