Dejar de pensar

Deseo convertirme en otro. Un otro renacido de las cenizas que se fusionaron inconstantes desde esa infancia impura y semi-vacía que me enclaustró por años en represiones y controles innecesarios. Resucitaré el instinto.

Recogeré esas arquetípicas señales confundidas en mi yo que guardan recelosamente, como un tesoro, esa inmediatez del acto, propia del animal, programado naturalmente para responder, como un reflejo, al mundo.

Quiero responderle al mundo de una manera distinta, concentrándome en la posibilidad de encauzar mis acciones por rutas menos pensadas. La mayoría de las rutas las tengo ya colmadas de consciencia. Mis pulsiones y el sentido del riesgo no tienen casi movilidad dentro de mí. Han tenido que petrificarse astutamente, camuflándose entre tanto orden para no ser desplazadas o bombardeadas. Como animales se desperezan cuando estoy descuidado.

Y con ellas, se desperezan mis emociones menos calculadas, las verdaderas, las peligrosas.

Quiero guiarme por lo que me dicte ese pequeñísimo ser murmurante en el oído, ese que piensa actuando, y que razona durante el proceso. Ese que aprende de los errores y que encuentra deleite en arriesgarse, en violar las reglas, en quebrantar los usos y trepanar las costumbres. Quiero que ese experto en indisciplina me cuente sus secretos y me transmita sus pericias. Que me deje alelado con las historias de cómo burló al ritmo, al orden, y a todos esos dioses de la era moderna.

No tengo un gramo valioso que donar a una disciplina científica o artística, no necesito contribuir a los beneficios restrictivos de las buenas maneras. Yo tengo una sola vida que quiero vivir intensamente, y con la que quiero aprender desde la acción, no desde el pensamiento.

Aunque me encanta pensar, pensaré mientras hago, planearé mientras ejecuto e improvisaré sobre la marcha. Si es que quiero pasar a la historia lo haré desde mis pulsiones, basándome en un culto al instinto, a lo indomable, a lo incontrolable, a lo que no se encasilla ni controla.